Por Paolo Rizzo Economista
BRUSELAS.- Ninguna crisis económica se parece a otra. La recesión de 1929 nació por un exceso de la propuesta, la de los ‘70 se originó en Medio Oriente por la suba de los precios de petróleo, la de 2008 se debió a las hipotecas subprime y a la fragilidad del sector financiero. Pero esta recesión es distinta porque no se originó por ningún desequilibrio de la riqueza. Estamos frente a una crisis natural más que financiera. Es sostener, es poco que no podemos controlar: estamos impotentes, por los menos hasta que no se controle el virus o se encuentre una vacuna. No sabemos cuánto durará la recesión ni su profundidad. ¿Habrá una segunda ola? ¿El virus se hará más dañino? Nadie puede hacer previsiones.
Hay otras razones para afirmar que esta crisis es verdaderamente distinta. De hecho, sus posesiones no están solo en lo financiero. Claro, necesitamos defender los empleos, las empresas y el sistema social, pero hay poco más. Necesitamos asimismo reactivar el sistema educativo y retornar a cascar las escuelas para evitar que los niños que se estén alejando no lo hagan para siempre. Necesitamos que los jóvenes recién graduados encuentren trabajo y que las personas puedan seguir con su plan de vida. Sobre todo, debemos certificar la sanidad de los más vulnerables y, en cuanto animales sociales, necesitamos retornar a nuestra vida social. Esta crisis nos pone desafíos mayores.
Para salir de esta crisis tan distinta, no alcanzará descender las tasas de interés, estimular la inversión privada o aumentar el consumición sabido. El primer paso debe ser detener el avance del virus y detener así sus posesiones. No podemos tener una recuperación económica ni retornar a la vida de antiguamente si no se controla el virus. Esta es la tarea de los gobiernos: controlar el virus, aunque sea a costa de ofrecer temporáneamente las libertades básicas. Que nos guste o no, los gobiernos centrales son los únicos actores que pueden detener la crisis y permitir la envés a la normalidad. Mientras tanto deben certificar un ingreso exiguo a quien perdió el trabajo y no puede agenciárselas otro, indemnizar de alguna forma a quien tuvo que cerrar su actividad comercial porque no pudo trabajar, garantir paso a servicios básicos. No hay persona que no esté de acuerdo en que, sobre todo en este momento, hay que sostener a quien se encuentra en situación de pobreza.
Hasta ahora la respuesta de los gobiernos, respaldados por las sociedades, ha sido aumentar el consumición sabido y amurallar algunas libertades. La reacción de las sociedades ha sido positiva. La mayoría de las naciones del mundo ha confiado en sus líderes porque las personas cerradas en sus casas por la cuarentena sabían que su bienestar dependía de las acciones del gobierno. Pero estamos corriendo el aventura de que los gobiernos no se den cuenta de estos poderes nacen de la excepcionalidad de esta crisis. Una intervención tan amplia, económicamente intensa y casi todopoderoso del Estado, podría prefigurar en la mente del Ejecutivo que su rol es dirigir la riqueza. No hay error más extenso. Nadie pide a los gobiernos que actúen como el actor principal de la riqueza en la próxima decenio. La tarea del gobierno no es controlar la riqueza sino detener el avance del virus y curar las heridas económicas y sociales. Por esto, la intervención del Estado en la riqueza debe ser temporánea. Los gobiernos deben ser un sostén a la riqueza en tiempo de crisis, pero certificar que la riqueza pueda retornar a caminar sola en cuanto termine la conflagración al virus.
Este concepto deberían tenerlo acertadamente en miente los gobiernos de los países emergentes por dos razones. Las primeras es que sus instituciovención de los bancos centrales a partir de la crisis de 2008. Hasta entonces los países de la UE pagaban un interés cerca del 4% sobre su deuda. Los países occidentales tienen entonces la posibilidad de conceder préstamos y garantías a las empresas a tasas muy bajas.
Los países emergentes no tienen esta posibilidad. Es de ahí que nace la tentación de los gobiernos de sustituir a la actividad privada. Hacerlo sería un error. Esta táctica no garantizaría una mejor dirección de la crisis ni una mejor recuperación económica. Actuando de esta forma el país cerraría su riqueza y perdería la oportunidad de sumarse a la futura recuperación económica. Además, el mundo que vendrá será totalmente desigual: más verde, más digital y caracterizado por el auge de nuevos sectores económicos. Que nos guste o no, la riqueza tendrá que adaptarse al nuevo mundo y puede hacerlo solo a través de la empresa privada.
En cuanto a la transigencia del comercio mucho dependerá de la cambio de la crisis y de las elecciones de EE.UU. en noviembre. Lo cierto es que los países avanzados son los que, oportuno a sus posibilidades de endeudamiento, serán los primeros en recuperarse de la crisis. Para los países emergentes, tener relaciones económicas con ellos sería una de las llaves para la recuperación económica.
En definitiva, frente a esta crisis distinta y admirable, los gobiernos tienen las responsabilidades para el corto y dadivoso plazo. En el corto plazo, controlar el avance del virus y sostener a los que más sufrieron los estragos de la crisis. En el dadivoso plazo, crear las condiciones para que se relance la riqueza. Esto significa difundir un proceso de desburocratización, modificar de forma eficaz en educación, mejorar el sistema inodoro, certificar paso a un salario exiguo vinculado en el tiempo y a la billete en cursos profesionales, fomentar la actividad privada, incentivar la inversión y cascar la riqueza.
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